Recuerdo vagamente la tarde del 14 de marzo de 2020, en uno de los supermercados del pueblo donde vivo , los carros iban llenos de papel higiénico y agua. Las prisas de la gente, la seriedad en las caras, el miedo. Los palés de botellas de agua desaparecían. El arroz, también. Nadie llevaba mascarilla, pero todos se comportaban como si el mundo estuviera a punto de cerrarse. Y, de hecho, lo estaba.
En momentos así, uno no busca optimizar. Busca sobrevivir.
Aquel día comprendí que en momentos de incertidumbre extrema, buscamos la tranquilidad entre otras cosas, a través de asegurarnos la logística básica. Que lo que creemos estable es frágil en cuanto muchos deciden lo mismo al mismo tiempo. Que la previsión no se nota… hasta que falta. Y, sobre todo, que no somos tan distintos a como éramos hace siglos: seguimos respondiendo al miedo con impulso y a la incertidumbre con acumulación.
En la impronta de los valencianos, lo tenemos muy reciente, pues pasó con la pandemia, pasó con la guerra en Ucrania y la huelga logística y nos volvió a pasar con la DANA. Hace sólo unos días, de nuevo nos pasó con el apagón. Cuatro veces en cinco años cambió un poco el escenario de fondo, pero se representó una función muy similar.
Una de las cosas tristes de los días de la Dana, es que el mundo se dividió en dos. Unos pueblos quedaron completamente arrasados, pero en otros en los que no pasó absolutamente nada, de nuevo el pánico vació estanterías, aún cuando estaba claro que el resto del país afortunadamente estaba bien y no había un motivo objetivo por el cual acumular víveres para aguantar un mes.
Mismo patrón. Misma reacción. Poca racionalidad.
En los pueblos, esto se entiende mejor. El día del apagón, hablando con un buen amigo inversor, se sorprendía de la cantidad de gente que de la noche a la mañana quería convertir su casa en una isla energética autónoma, comprar un cargamento de velas, latas de comida, linternas o pilas. El siempre tuvo alguna bombona de butano y linternas de sobra. Su despensa era una extensión del sentido común. No por paranoia, sino porque la carretera se nevaba en invierno, aislando a veces al pueblo, las torres eléctricas tenían averías que tardaban en no pocas ocasiones días en repararse y en general, había algunas cosas que simplemente se consideraban de sentido común. La previsión, para él, no era miedo: era rutina. Tener reservas no era una estrategia de supervivencia, sino una forma de vida.
Y eso, en el fondo, es invertir con sentido común.
Siempre hay personas que deciden vivir como si cada mes fuera una copia predecible del anterior. Gastan cada euro porque la calidez de la nómina volverá a llegar de nuevo. Otras invierten de manera extremadamente agresiva porque «el dinero parado no rinde». No tienen liquidez porque confían en que el banco, el mercado o el Estado responderán. Hasta que un día no lo hacen. Y entonces, como en el supermercado, llegan las colas, o simplemente no puedes pagar porque ya no llevas monedas ni billetes, confías ciegamente en pagar con el móvil y los datáfonos no funcionan.
Hay dos puntos interesantes aquí. La obsesión por la optimización por una parte, queriendo obtener en todo momento el máximo y la extrapolación de que las cosas seguirán siendo como hasta el mes anterior. El famoso sesgo de recencia.
Profundicemos en la primera idea.
Hay una historia que me encanta: la del hombre que se ahogó en un río cuya profundidad media le llegaba por las rodillas. Las medias, en condiciones normales, orientan. En condiciones extremas, traicionan. Lo que importa no es el promedio, sino que si no sabes nadar, y en el punto más hondo del río la profundidad es de cuatro metros, te vas a ahogar. No importa que sean solo unos pocos metros de un río muy ancho, lo que importa es que estás muerto.
Esto les pasa también a algunos inversores con sus carteras. Puedes tener un rendimiento medio del 10% o del X% anual, pero si no tienes margen para sobrevivir a una caída del 40%, esa media no sirve de nada. La riqueza no se construye por lo que ganas cuando todo va bien, sino por lo que resistes cuando todo va mal. Porque sobrevivir es la condición para seguir jugando. Y en inversión, seguir jugando es la única estrategia que te da libertad de elección. Que te mantiene vivo.
En 2011, un estudio de Lusardi, Schneider y Tufano demostró que la mitad de los hogares estadounidenses no podían reunir 2.000 dólares en un mes para afrontar un gasto extraordinario. La mitad. No eran sólo los hogares más pobres, había muchos hogares de clase media. Eran vulnerables. Frágiles.
La liquidez es el producto menos sexy de las finanzas. Pero también es importante. En algunos momentos puede ser el botiquín, el extintor, el seguro de tu casa. No brilla cuando todo va bien. Pero es lo único que quieres cuando realmente la necesitas. Es la diferencia entre una mala racha o una catástrofe. Entre poder esperar o tener que unirte a las filas de los vendedores forzados. Entre tener opciones o estar condenado a elegir lo que no quieres.
Nassim Taleb lo dijo mejor: lo raro no es tan raro cuando tienes suficiente tiempo. Un evento con una probabilidad del 1% al año tiene casi un 40% de probabilidad de ocurrir en 50 años. La rareza deja de ser rara cuando dejas pasar los años. Y eso convierte la preparación en una apuesta estadísticamente sensata. Porque como bien nos dice el refranero español, “no podemos acordarnos de Santa Bárbara sólo cuando truena”.
Taleb también habla de antifragilidad: sistemas que no solo resisten el caos, sino que crecen con él. No todo el mundo puede diseñar una cartera antifrágil. Pero sí podemos aspirar a ser resistentes. A tener redundancia. A no estar a una decisión del desastre. La liquidez puede ser parte de la redundancia. El ahorro también. El seguro. La diversificación.
Por eso conviene pensar en tres cestas: una para lo urgente, otra para lo importante, otra para lo que quizá nunca llegue. Pensar como quien guarda una linterna aunque no haya nubes. Invertir como quien sabe que el futuro no se puede prever, pero sí se puede resistir.
La segunda idea interesante es como tras vivir un evento traumático reciente , lo extrapolamos sin filtro. Es el sesgo de recencia. Le damos más peso a lo último que vivimos que a todo lo anterior. Y así como muchos ignoran los riesgos hasta que ocurre una crisis, otros, después de vivir una, creen que esa misma crisis va a repetirse una y otra vez. Ambos extremos son poco útiles. Prepararse no es volvernos locos para mitigar exactamente el mismo riesgo que acabamos de vivir. Hacer una inversión muy fuerte para tener una cantidad ingente de placas solares, un inversor híbrido, baterías para alimentar a toda la manzana y un grupo electrógeno. Comprarlo además justo después del evento cuando muchos otros están haciendo exactamente lo mismo teniendo que pagar mucho más por algo que probablemente no necesites en años.
Es analizar qué cosas puedes ir haciendo que tienen realmente sentido y tener un plan sencillo para ir haciéndolas. Sin obsesionarte. Sin obligarte a hacer cursos de supervivencia en climas extremos por si hay un apocalipsis zombi. Y si lo haces, que sea porque te apetece, y no porque te ves agobiado y presionado para hacer algo de forma inmediata.
Lo más difícil no es soportar la incertidumbre. Es hacerlo cuando todo el mundo a tu alrededor actúa como si nada pudiera salir mal. Ahí entra el carácter y tratar de ver un poco más allá dentro de unos límites razonables. Sobrevivir al tedio mejorando las cosas.
Nuestros abuelos tenían despensas llenas no por hábito, sino por experiencia. Habían visto la escasez. Habían vivido la interrupción. Su mundo y sus circunstancias, eran completamente diferentes a las nuestras. Nosotros, en cambio, hemos confundido estabilidad con permanencia. La comodidad es un opiáceo ciertamente adictivo.
La inversión es muchas cosas. Pero sobre todo es supervivencia. La riqueza es lo que no se ve. Lo que no presumes. Lo que no tocas. Es el alquiler que puedes seguir pagando cuando te despiden. Es no tener que vender cuando cae la bolsa. Es poder estar tranquilo cuando todos a tu alrededor salen corriendo a hacer colas interminables. Es la vela encendida cuando el resto está a oscuras.
Tener un fondo de emergencia, un seguro de vida, una cartera diversificada, no es de cobardes. Es de prudentes. Y la prudencia rara vez se celebra. Pero siempre se agradece. Especialmente cuando el cielo se oscurece y la tormenta llega sin avisar.
Cada vez que un evento inesperado pone a prueba a una sociedad, aparecen las mismas imágenes: baldas vacías, compras de pánico, improvisación masiva. La metáfora es perfecta. Porque eso mismo ocurre en nuestro día a día como inversores cuando no hay un plan. Todo el mundo quiere soluciones rápidas, los foros de inversión aumentan drásticamente las visitas. Pero las soluciones rápidas rara vez son sostenibles. Lo que ayuda de verdad es lo que se preparó en tiempos de calma.
Hay personas que jamás han necesitado usar su colchón de emergencia. Y a veces dudan de si mereció la pena. Hasta que lo necesitan. Y entonces descubren que la paz que les ha dado durante años era, en sí misma, el retorno.
Prever no es vivir con miedo. Es vivir con menos ansiedad. Es asumir que no lo controlamos todo, y que precisamente por eso conviene tener margen. Porque si hay algo que la historia nos enseña una y otra vez, es que el futuro siempre tendrá su dosis de imprevisible.
Todos estos eventos pasarán y es bueno que nunca dejemos que se vayan sin aprender algo de ellos.
Nadie se arrepiente de haber tenido una vela de sobra cuando se cae la red eléctrica de un país.
Acordarse de Santa Bárbara cuando truena es comprensible.
Pero mucho mejor es acordarse antes.
Personalmente llevo toda la vida siguiendo estos preceptos que pienso que son correctos. Sin embargo también creo que está postura resta demasiado. Si eres inversor a largo el colchon de seguridad debe ser mínimo porque la tendencia a largo siempre es alcista.
Gracias por compartir.