Últimamente le doy algunas vueltas a un par de temas que me parecen realmente interesantes: cómo afectan a un inversor sus primeros años, por una parte, y cómo moldea el resto de su vida un evento extremo que atraviese.
Llegué a esta madriguera intelectual gracias a una entrevista que le hicieron a Walter Schloss en 1989. Leer las entrevistas del Outstanding Investor Digest es una verdadera delicia, pues nos ayuda a contextualizar a través del paso del tiempo cómo las cosas realmente importantes permanecen.

Schloss, legendario inversor en valor y uno de los discípulos más notables de Benjamin Graham, construyó una carrera espectacular invirtiendo de una manera muy personal. Lo curioso es que, en esa entrevista, refiriéndose a su mentor Graham, da cuenta de la gran influencia y cómo le marcó lo que vivió en carne propia durante la Gran Depresión. Aquella experiencia brutal, le hizo mantener un enfoque toda su vida bastante diferente al que adoptaron tanto el como su otro alumno, Warren Buffett.
El miedo es peligroso, y aunque todo tiene su momento y su lugar, de forma general el pesimismo no suele ayudar a tener vidas inversoras fructíferas.
Cuando de inversión se trata, el optimismo racional mantenido a lo largo de décadas es simplemente más rentable, por las razones que comentamos hace unos días.
En este otro texto que escribí hace unas semanas, también puse la visión del mismo punto, en este caso por Charlie Munger.
En la naturaleza, algunos animales quedan marcados para siempre por lo que ven justo al nacer. A eso se le llama impronta. Un patito ve a su madre y la sigue. Si lo primero que ve es un perro o una persona, también los sigue. No porque haya hecho un análisis racional, sino porque su cerebro decidió: «esto es así».
Los inversores no somos muy distintos. Lo que experimentas en tus primeros años tiene un peso desproporcionado.
Si entraste al mercado en 2010, probablemente pensaste que invertir es un paseo: todo subía, la tecnología era invencible, los tipos de interés bajos lo solucionaban todo. Cada caída era una oportunidad. Pero si empezaste en 2008, puede que aún te cueste respirar cuando ves números rojos. Puede que todavía sientas que un nuevo 2008 llegará en cualquier momento.
A eso también se le puede llamar impronta. No lo decides. Lo vives. Se queda.
En 1973, un joven llamado Bill Bengen acababa de terminar su MBA financiero. Empezó a trabajar justo cuando el mercado se desplomaba. Lo primero que vio fue inflación alta, recesión, pánico generalizado. Esa fue su “madre” financiera. Y esa experiencia le marcó tanto que, años después, se obsesionó con una sola pregunta: ¿cómo puedo ir retirando mi dinero sin arruinarme, si los mercados se comportan mal durante años? Esa búsqueda le llevó a desarrollar la famosa “regla del 4%”, una de las ideas más influyentes en planificación financiera moderna. Probablemente porque su primera mirada al mercado fue bastante dolorosa.
En España también tenemos ejemplos.
Muchos inversores que vivieron la crisis de Bankia en 2012, o que vieron cómo las acciones de empresas que ahora miramos con desprecio, pero que en su momento fueron emblemáticas como Abengoa o Popular se desplomaban hasta la nada, arrastran todavía hoy una prudencia extrema. Algunos, incluso, han huido sin mirar atrás de la renta variable.
Otros que empezaron a invertir en la España feliz de la primera década de los 2000, aprendieron por la vía dura que «los pisos nunca bajan» era una ilusión peligrosa. Y todavía sienten una desconfianza instintiva cuando alguien les habla de «inversiones seguras«. Ciertamente un oxímoron.
Tu primer evento extremo en los mercados no es solo un recuerdo. Es una huella.
Puede moldear tu apetito por el riesgo, tu confianza, tu aversión a la volatilidad, e incluso tu definición de “suficiente”.
Muchos inversores con décadas de experiencia no están tomando decisiones racionales con datos del presente. Están reaccionando a una emoción que sintieron hace 20 o 30 años. Y ni siquiera se dan cuenta. Son las reglas del juego.
Lo curioso es que dos personas, con el mismo dinero, la misma edad y los mismos conocimientos, pueden mirar al mismo mercado y ver cosas completamente distintas.
No por lo que saben. Sino por lo que vivieron.
La gente piensa que invertir es cuestión de inteligencia. Pero muchas veces es una cuestión de memoria.
Y de qué memorias llevas tatuadas bajo la piel.
Las redes sociales son un buen laboratorio para asomarse a este abismo emocional.
Basta con dar una vuelta por X y mirar las reacciones en días de caídas fuertes: no importa cuánto haya subido el mercado en los últimos cinco años; importa la última cicatriz que tienes abierta o la ausencia de la misma.
Para algunos, una caída del 10% es una oportunidad para comprar más. Para otros, es una señal de huida total.
El pasado pesa. Mucho más de lo que creemos.
En España, durante la pandemia, vimos cómo inversores jóvenes que empezaban en 2020 no se inmutaban ante caídas brutales de los índices. En cambio, muchos inversores más veteranos —algunos marcados por el recuerdo de 2008 o incluso por la crisis de 1992— vivieron esos días con una ansiedad profunda.
Quizá la gran enseñanza es que entender tu propia impronta es parte del juego.
No se trata de luchar contra ella, ni de ignorarla. Sino de reconocer que está ahí. De saber qué cicatrices estás trayendo a cada decisión.
Invertir bien no es olvidar el pasado.
Es aprender a convivir con él de manera racional.