Los Incentivos en Inversión y Finanzas: El Sesgo de Compromiso y Coherencia

¿Qué prefieres, tener razón o ganar dinero?

Un café medio lleno, mesas pequeñas, ambiente de tarde. Dos amigos, conocidos por sus columnas irónicas y lúcidos análisis sobre finanzas, discuten animadamente, café en mano. Conversan en tono distendido, pero cargado de ironía. Sonríen con complicidad.

KB: Sabes, estaba pensando en esa manía que tienen los gestores de fondos de aferrarse a ideas muertas. Esa especie de obsesión con mantener una narrativa constante, como si reconocer un error fuese peor que multiplicarlo. ¿Cómo explicas que gente brillante termine haciendo cosas tan tontas?

BQ: Es fácil. Reconocer un error duele más que duplicar pérdidas. Las pérdidas son cifras, un problema pasajero. Pero el ego es para siempre. O al menos así se siente. Por eso los gestores insisten en mantenerse firmes, aunque vean que el suelo bajo sus pies se resquebraja.

KB: Claro. Porque nada demuestra mejor la inteligencia financiera que obcecarse en algo aunque la realidad te esté gritando que está mal.

BQ: Exacto. Mira Amaranth Advisors. Brian Hunter apostó todo al gas natural y se autoconvenció de que la estrategia era brillante. Era su relato. Era lo que había vendido a inversores, colegas y, sobre todo, a sí mismo. Entonces, cuando las cosas empezaron a ir mal, no sólo dobló la apuesta: se aferró a ella hasta el punto de perder más de 6.000 millones en cuestión de días. ¿La razón? Admitir que estaba equivocado era peor que perder miles de millones.

KB: Y no olvides que perder el dinero de otros es mucho más tolerable psicológicamente cuando tienes un relato al que culpar.

BQ: Exacto. No lo pierdes tú, lo pierde tu narrativa. Y la narrativa no se queja. Por eso la coherencia es una droga poderosa: cuanto más la consumes, menos consciente eres del daño real que estás haciendo.

KB: Me fascina esta paradoja: intentas proteger tu reputación siendo consistente, pero lo que realmente la destruye es precisamente esa consistencia llevada al absurdo.

BQ: Claro, pero lo curioso es que casi nadie ve la inconsistencia en eso. Fíjate en Bill Hwang, el tipo detrás de Archegos Capital. La misma lógica: posiciones masivas, concentradas en un puñado de acciones. Todo el mundo, bancos, reguladores, incluso los becarios, le advierten que quizá no debería apostarlo todo a una idea que ya no tiene mucho sentido. Pero Bill, coherente con su relato, mantuvo firme el rumbo. ¿Resultado? Margin calls, explosión épica, bancos en pánico perdiendo miles de millones. Él acabó destruyendo la reputación que tanto quería proteger.

KB: Es que parece que la coherencia se convierte en sinónimo de ego.

BQ: Sí. Y mira qué curioso: a la larga, el mercado tiene una habilidad única para humillar a los egos disfrazados de coherencia estratégica. Así que la gran pregunta no es si la coherencia tiene valor, sino hasta cuándo.

KB: ¿Y cómo rompes eso? No me vengas con tópicos, dime algo útil, práctico, algo que le podamos explicar a un inversor promedio.

BQ: Bueno, primero, debes matar al héroe interno. El héroe es ese gestor que quiere que todo el mundo crea que tiene razón siempre. Ese héroe interno es peligroso. Necesitas un sistema que no premie el ego, sino los resultados, y que permita salir con dignidad antes de que la narrativa colapse.

KB: ¿Qué significa en la práctica «matar al héroe interno»?

BQ: Establecer procesos concretos y aburridos. Por ejemplo: reuniones periódicas cuyo único objetivo sea cuestionar decisiones previas. Imagina un comité mensual donde se cuestiona, sí o sí, cada inversión relevante. Nada de excusas. Si una posición ya no tiene sentido, se discute sin sentimentalismos. Te obligas a verbalizar lo incómodo, a decir en voz alta: «Quizá estaba equivocado, quizá es momento de dar marcha atrás».

KB: Entonces, básicamente, estás sugiriendo crear un ritual institucionalizado de autohumillación periódica.

BQ: Lo pondría en términos más elegantes, pero sí. Pero también hablo de tener incentivos correctos. El gestor promedio está condicionado por su reputación pública. Necesitas crear una cultura donde cambiar de opinión no se vea como debilidad, sino como muestra de inteligencia. En el fondo se trata de valorar más la calidad de los procesos de toma de decisiones que la apariencia externa de tener razón.

KB: Vale. Entiendo la teoría. Pero, ¿cómo logras convencer a alguien cuyo ego depende de verse como un genio?

BQ: No convences al ego. Convences a su bolsillo. Muestras ejemplos reales — Archegos, Amaranth, LTCM — y demuestras con datos cómo las pérdidas podrían haberse evitado si alguien hubiera tenido la valentía de decir: «Lo siento, esto fue una mala idea, abandonemos antes de hundirnos». No hablo de trading o stops automáticos, sino de crear espacios incómodos en los que alguien diga: «Mira, la realidad ya no coincide con nuestro discurso».

KB: Un ejercicio de sinceridad programado. Qué elegante.

BQ: Es que la honestidad intelectual en inversión es dolorosa, pero es más barata que la falsa coherencia. Las personas con frecuencia olvidamos que en este juego el objetivo no es tener razón, sino ganar dinero. Y ganar dinero exige cambiar de opinión. A menudo.

KB: Entonces, ¿la mejor defensa contra este sesgo es la cultura organizativa? ¿Procesos aburridos y reuniones incómodas en las que alguien pueda decir: «No lo hagas, estás siendo un idiota orgulloso»?

BQ: Exactamente. Un fondo inteligente crea mecanismos que obliguen a los gestores a afrontar la realidad antes de que la realidad los golpee en la cara. Cuando tienes procesos claros que castigan la obstinación y premian la flexibilidad mental, reduces enormemente el riesgo del sesgo de coherencia.

KB: Visto así, suena obvio. ¿Por qué tan poca gente lo aplica?

BQ: Porque lo obvio es incómodo. Y, en finanzas, preferimos pagar caro que admitir en público que estábamos equivocados.

KB: Quizás el verdadero talento de un gestor no sea elegir buenas inversiones, sino abandonar rápidamente las malas.

BQ: Exactamente. ¿Sabes cuál es la gran ironía?

KB: ¿Cuál?

BQ: Que los gestores que reconocen sus errores rápidamente acaban mostrándose como más inteligentes y, además, terminan siendo más ricos. Así que, paradójicamente, aceptar públicamente que no eres un genio es la estrategia más inteligente para parecer uno.

KB: Entonces brindemos por la humilde inconsistencia estratégica. ¿Más café?

BQ: Claro, pero esta vez invitas tú. No quisiera quedar atrapado en la coherencia de pagar siempre yo.

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