Nuestros anónimos amigos, a los que conocimos en una entrada anterior, vuelven a su café favorito. Aunque viven en la vorágine de Wall Street, ya empezamos a sospechar que disponen de su propio tiempo y acumulan experiencias sobre las que les gusta reflexionar un tanto perplejos porque el mundo sigue siendo el mundo… Incluso hasta el punto de no percibir que hay alguien más en la sala, que ya se dio cuenta de sus costumbres y de sus interesantes temas de conversación…
KB: Oye, la gestión de fondos, en teoría, va de números, ¿verdad? Ratios, flujos de caja, márgenes… Pero luego te invitan a una cena elegante con el consejero delegado de una empresa y, de repente, estás pensando: «Pues estos tíos no son mala gente». ¿Qué está pasando ahí?
BQ: ¡Ah, es el truco más viejo del mundo! Te ponen un buen chuletón, una copa de Pingus cosecha 2014, y tu cerebro empieza a susurrarte: «Oye, habrá que hacer algo por ellos ¿no?». Es el sesgo de reciprocidad. No es corrupción, no es que te estén sobornando descaradamente. Es sólo… humanidad. Pero en Wall Street, la humanidad puede salirte cara.
KB: Exacto. Es como si tu instinto te jugara una mala pasada. Recuerdo un caso en 2019, una investigación de la SEC (la CNMV sabor EEUU). Meses después de asistir a eventos organizados por distintas empresas en complejos hoteleros de lujo algunos de los gestores invitados aumentaban sus posiciones en esas compañías, sin que los resultados o las perspectivas de las compañías mostraran mejoras relevantes, al menos a primera vista. ¿Crees que fue pura coincidencia?
BQ: (Ríe) Sí, claro, y los Reyes Magos trabajan en Goldman Sachs. No, mira, esas empresas saben lo que hacen. Te llevan a un hotel de lujo, te hacen sentir importante, y de repente sientes que les debes algo. No es que pienses: «Voy a comprar sus acciones porque el postre estaba de muerte». Es más sutil. Tu cerebro ajusta los márgenes de error, les concede el beneficio de la duda. Y boom, empiezas a cargar más de una acción porque la compañía te alojó en una de las mejores habitaciones del hotel con buenas vistas al mar.
KB: Me encanta cómo lo planteas. Pero aquí está el quid de la cuestión: los gestores de fondos no son tontos. Saben que su trabajo es maximizar la rentabilidad, no devolver favores. Entonces, ¿por qué caen en esto? ¿Es sólo falta de disciplina?
BQ: No es sólo disciplina. Es biología. Hace miles de años, si alguien compartía su comida contigo, devolver el favor era una cuestión de supervivencia. Esa programación interna sigue ahí. Y las empresas lo saben. Por eso te ofrecen «acceso exclusivo» o un informe que «solo tienes tú». No es gratis. Cuentan con que tu instinto te impulse a devolverles algo, como una posición mayor en tu cartera o más operaciones a través de su bróker.
KB: Hablando de brokers, me viene a la mente un estudio de 2016. Algunos brokers facilitaban a los gestores el acceso a reuniones con directivos o a datos «exclusivos». A cambio, los gestores metían más operaciones a través de ellos, aunque eso incrementara las comisiones de trading del fondo que acababan pagando los inversores. Es como un trueque, pero disfrazado de cortesía profesional.
BQ: Sí, exacto. Y lo curioso es que todos se sienten cómodos con la situación. El bróker piensa: «Le he dado algo valioso». El gestor piensa: «Estoy siendo leal a un buen contacto». Y los inversores, bueno, ellos solo ven cómo suben los costes sin saber por qué. Es un sistema perfecto… para todos menos para los clientes del fondo.
KB: Entonces, ¿cómo se sale de esta? Porque no puedes simplemente evitar todas las cenas o decirles a los brókers que no te envíen nada. El mundo de las finanzas es social, te guste o no.
BQ: Tienes razón, no puedes vivir como un ermitaño. Pero puedes levantar murallas. Reglas estrictas: ni regalos caros, ni eventos que parezcan un soborno encubierto. Y lo más importante, un proceso de inversión que no deje margen a los sentimientos. Si cada decisión tiene que pasar por un filtro de datos —múltiplos, proyecciones, riesgos—, es más difícil que una buena comida te desvíe del camino.
KB: Buena idea. Pero también creo que hay una idea más profunda. Tienes que entrenarte para ver los favores como trampas. Cada vez que alguien te ofrezca algo, pregúntate: «¿Qué querrá a cambio?». Porque en este negocio, nadie regala nada.
BQ: (Sonríe) Oh, desde luego. Todo en Wall Street es una transacción. Ese informe «exclusivo» del bróker, esa invitación a un palco en un partido, incluso esa llamada amistosa del consejero delegado. Todo tiene un precio implícito. La clave es ser de los que dicen: «Gracias, pero el café me lo pago yo». O, al menos, ser el que sabe que el café nunca es solo café.
KB: Bien dicho. Pero aquí viene lo triste: los gestores que caen en este sesgo no son los malos de la película. Son gente decente, que intenta hacer lo correcto, atrapada por un instinto que no pueden desconectar.
BQ: Totalmente. Y por eso es tan peligroso. No lo perciben como un error. Les da la sensación de estar siendo un buen colega, un buen socio. Pero cuando gestionas el dinero de otros, ser «buen colega» puede significar que la cuenta la está pagando otro. La solución no es dejar de ser humano, sino recordar que tu humanidad es precisamente lo que intentan explotar.
KB: Entonces, la próxima vez que un gestor reciba una invitación a un evento exclusivo, ¿cuál es la jugada?
BQ: Fácil. Decir: «Gracias, pero ya tengo planes». Luego, vuelve a tus hojas de cálculo y recuerda que tu lealtad es para con tus inversores, no con el tipo que te ofrece un buen whisky. Porque en este juego, el único favor que de verdad importa es el que les haces a quienes confían en ti.