Reconozco que no soy muy aficionado a la fiesta nacional, pues rechazo frontalmente el sufrimiento animal. El hecho de que se mate al toro y su sufrimiento, me empaña el derroche de técnica, valentía e historia española que tampoco sé negar.
Sin embargo, en un mundo saturado de alabanzas al anglosajón, creo que la historia española puede traernos lecciones igual o más valiosas y que es una pena dejar de abordarlas por aquello tan nuestro del “si habla mal de España, es español”.
Espero por tanto, que las siguientes líneas se interpreten en esta clave, y tanto los detractores como los amantes del toreo sean capaces de mantener una saludable distancia al conflicto y se queden con lo bueno de ese personaje que seguro que en nuestras vidas todos hemos reconocido en otros, a menudo anónimos, pero con unos rasgos que les hacen difícil de olvidar pese a sus comunes orígenes humildes. Los sabios que podemos encontrar en nuestros barrios y pueblos.
Juan Belmonte. Matador de toros.
Cuando Hemingway conoció a Juan Belmonte, dijo que en él había algo de artista y de suicida, de místico y de matemático.
En Muerte en la tarde escribió que Belmonte había cambiado el toreo porque había aprendido a “no moverse”, a dejar que el peligro pasara rozando su piel sin reaccionar.
Esa quietud ,ese silencio dentro del caos, lo convirtió en el torero más revolucionario del siglo XX.
Belmonte no era rápido, ni fuerte, ni alto.
Era, de hecho, todo lo contrario: bajo, torpe y miope. Cuando corría, los toros lo alcanzaban siempre.
Así que, por pura necesidad, inventó una nueva forma de sobrevivir: si no podía escapar, debía aprender a esperar.
Seguro que a estas alturas eres capaz de empezar a intuir la primera similitud con el arte de la inversión.
El mundo financiero, como el ruedo, pertenece a los que saben quedarse quietos cuando los demás echan a correr asustados.
El valor nace de la limitación
El joven Belmonte toreaba de noche, en los descampados del barrio de Triana, con toros de contrabando. No tenía maestros ni reglas; solo instinto y miedo.
De esa precariedad surgió su genialidad: el toreo de quietud.
Mientras otros giraban, él permanecía inmóvil. Mientras otros huían, él resistía.
En los mercados ocurre algo parecido.
La mayoría de los inversores creen que la acción constante equivale a control, que moverse es sinónimo de inteligencia. Ahora este fondo, mañana otro. Esta acción va a revolucionar el futuro. Aquella no brilla y no se ni porqué la compré, etc…
Pero la experiencia ,y la estadística, muestran lo contrario: la quietud inteligente es la forma más alta de dominio.
El inversor que revisa su cartera cada hora es como el novato que corre delante del toro; cree que así evita el peligro, cuando en realidad lo llama.
Los inversores curtidos en mil batallas, entienden que el riesgo no se elimina huyendo, sino aceptando su proximidad con calma.
Belmonte decía:
“Para torear bien, hay que dejarse coger.”
No creo que haya muchas maneras más claras de entender que en este oficio de acumular monedas, lo quieras o no vas a llevarte más revolcones de los que puedes predecir. Y probablemente soportar.
Es complejo convivir con la volatilidad sin rendirse al pánico.
Ortega, el riesgo y la dignidad
Ortega y Gasset escribió que antes de Belmonte los toreros daban pases, y después de él, toreaban.
Había convertido el miedo en estética, el riesgo en expresión.
Y lo había hecho con una naturalidad que desarmaba incluso a sus críticos: no parecía luchar contra el toro, sino conversar con él.
Recuerdo ver torear a José Tomás, y entender que al margen de que me gustase o no aquel espectáculo, ese hombre tenía una valentía inusual. Hoy entiendo los orígenes de donde probablemente bebió.
En la inversión ,como en el toreo y en la vida, el riesgo nunca desaparece: en el mejor de los casos, simplemente aprendes a convivir con él.
El inversor que busca eliminarlo por completo termina paralizado; el que lo abraza con serenidad y desapego puede seguir avanzando sin llevar una vida miserable de miedo y arrepentimiento.
Ortega decía que el arte consiste en “hacer visible lo invisible”.
Belmonte lo hizo con el miedo.
Y el buen inversor lo hace con el tiempo: transforma la espera —ese material invisible— en esperanza y rentabilidad.
La paciencia como forma de coraje
Belmonte, cuando se plantaba ante el toro, sabía que el público no aplaudía solo el riesgo, sino la pausa.
Esa pausa , esos segundos de silencio mientras el toro pasaba rozando su muslo, eran el momento donde podías sentir y envidiar su valentía.
En finanzas, algunos llamamos a esto convicción.
Significa no vender cuando todos venden.
Significa no reaccionar a cada titular, ni convertir el miedo ajeno en nuestro.
La paciencia no es pasividad: es una forma de coraje para ser y estar en un mundo que no para de gritar para que corramos.
Hemingway en los momentos en que el alcohol no le nublaba el juicio, lo entendía bien:
“Belmonte parecía inmóvil, pero estaba midiendo el tiempo con una precisión sobrehumana.”
Hemingway veía en Belmonte una metáfora de la condición humana:
vivir sabiendo que la muerte está cerca, pero sin dejar que eso te paralice.
El escritor lo resumió así:
“Belmonte no jugaba con la muerte. Simplemente no la negaba.”
El inversor que busca certeza absoluta ,que solo invierte cuando “todo está claro”, vive en la negación del riesgo.
El que acepta que el mundo es incierto, pero actúa con humildad y disciplina, se libera de una presión que no aporta nada positivo.
Warren Buffett suele decir que el mercado traslada el dinero del impaciente al paciente.
Belmonte lo habría resumido de otra forma: “El toro no mata al que espera; mata al que duda.”
El miedo como maestro
En Juan Belmonte, matador de toros, Chaves Nogales describe cómo el torero, al final de su carrera, comenzó a sentir que el miedo regresaba.
No el miedo al toro, sino al vacío: a la rutina, al tiempo sin sentido.
Había domesticado el peligro y, con ello, perdió parte de su razón de vivir.
Fue, paradójicamente, su valentía lo que lo dejó sin refugio.
Ese mismo patrón se repite en los mercados:
quien controla demasiado el riesgo, termina perdiendo el incentivo para crecer.
El miedo, bien entendido, es un sistema de alarma, no un enemigo.
Y cuando se apaga por completo, el inversor se vuelve ciego ante el peligro real.
Belmonte decía que el miedo no se vence; se gestiona.
Eso es exactamente lo que hacemos con la volatilidad, con los drawdowns, con los ciclos económicos.
No se trata de evitar las pérdidas, sino de seguir allí cuando llegan, aceptando lo poco que somos en los mercados.
El ocaso del héroe
Cuando Joselito el Gallo ,su gran rival y amigo, murió en Talavera, Belmonte quedó desolado. Decía que la muerte de Joselito “rompió el equilibrio del mundo”. Desde entonces, su relación con la vida fue la de un hombre que ya había visto la otra orilla. Hemingway lo comprendió al escribir que Belmonte era “el hombre que había toreado tantas veces a la muerte que un día decidió que ya no merecía la pena seguir esquivándola”.
Belmonte se retiró varias veces.
Construyó una finca en Utrera, leyó a los clásicos, crió caballos.
Pero el silencio ,el mismo que antes había llenado de arte, empezó a volverse insoportable.
En 1962, se quitó la vida frente al Guadalquivir, con el mismo temple con que había enfrentado mil veces la muerte en la plaza.
No se si fue un gesto de derrota, tampoco si de coherencia. Me gusta pensar que Belmonte vivió como toreaba: sin concesiones, sin huir, mirando de frente. El hombre que había domesticado el miedo no podía aceptar ser domesticado por el tiempo.
Kahneman también nos dejó esa lección a su manera.
Y sin embargo, incluso ese gesto contiene algo útil, como lo que nos trasladó Arturo en las Jornadas a las que fuimos hace poco.
Memento mori.
Por muy buenos que seamos en cualquier área, nuestras vidas siempre están a unas pocas decisiones de un final trágico.
Todo desemboca en la aceptación lúcida de que el peligro y la belleza forman parte del mismo círculo.
Su muerte cerró el círculo de una vida consagrada al riesgo, al arte y a la dignidad de quien decide su propio final. Chaves Nogales escribió que en Belmonte “el valor era una forma de inteligencia”. Quizá por eso, más que un torero, fue un filósofo andaluz sin academia, un hombre que descubrió que vivir con plenitud es convivir con el peligro.
Hemingway lo entendió mejor que nadie: en él vio al ser humano que había aprendido a dialogar con la muerte sin odio, a comprender que toda belleza es frágil y todo éxito, transitorio.
El ocaso de Belmonte no fue una rendición, sino una última lección: que hay un instante en que el héroe comprende que el coraje no consiste en seguir vivo a toda costa, sino en mantener la dignidad incluso al final del camino.
Darle demasiada importancia a las cosas, a las pérdidas financieras o a los problemas que te desvelan por la noche, así como al éxito y la riqueza, con el paso del tiempo se vuelve algo simplemente irrelevante y absurdo.
El río siguió fluyendo, como siguen los mercados y las vidas que buscan sentido.
Y en esa corriente silenciosa permanece la sombra de Belmonte, el hombre quieto, el torero que enseñó a una generación , y quizá también a los inversores del futuro, que el verdadero valor no está en vencer al riesgo, sino en bailar con él sin perder la calma.